agosto 18, 2010

El oficio responsable

Escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo.
Dicho islámico.


El escritor sabe que dejar la página en blanco es lo más responsable. Así que lee hasta el cansancio. Y después lee un poco más. Siente un impulso por agarrar la Bic (no es tan exitoso como para usar una Montblanc… todavía) pero como es responsable la suelta. Luego duerme hasta el siguiente nervio.

En la madrugada se despierta, abre la agenda y hace garabatos con la luz apagada hasta que la Bic cae al suelo. El escritor cierra el cuaderno y los ojos, y regresa a esa casa que no es la de él, con esos amigos que no conoce y a los que les gusta hablar de libros, donde está esa mujer de vestido rojo que en la vida real jamás le sonreiría.

Más tarde los rayos de sol que entran por la persiana descubren su cabeza y lo levantan. Como es responsable arranca esa página, hace una bola con el papel y la tira en el cesto de la basura. Piensa en Flaubert y repite que no vale la pena. En realidad, no vale la pena. Se levanta y con religiosidad se dirige a su biblioteca.


(Aquí el narrador encuentra el papel y lo retira del tacho).


Toma un libro y subraya, pone corchetes, escribe apuntes y de esta manera calma la ansiedad provocada por usar el bolígrafo. Se desespera porque no sabe si algún día podrá escribir así. Mientras piensa, se le sigue cayendo el pelo. Trata de disimular pero envejece y no es el único en darse cuenta. Su mujer está a punto de dejarlo, no soporta las bolas de papel en todos los tachos de la casa, en el carro, en la cama. Hasta cuándo.

Basta de papeles arrugados, de rechazos, de incertidumbre, de inventos fracasados, de letras sin forma, de garabatos a la madrugada. Y además están las cuentas de las librerías… ¿Otra vez llega a casa con más libros? ¡Pero si nos sentamos en libros! Ya no hay espacio. Papeles por todos los flancos –se queja la doña— un día de estos me agarra el diablo y lo enciendo todo.

Por la tarde el escritor en un tsunami de creatividad, revienta. Tiene una muy buena idea. Él no busca fama, sólo quiere ser un buen escritor. Enciende la pc y mientras éste se carga escribe en la agenda “Érase una vez el millonario más pobre”. Es malo, ya debería de haberse dado cuenta. Pero sabe que esa primera frase después la puede reescribir y avanza con la idea. Hay un asesino, un hombre que busca el dinero del pobre millonario. Introduce repentinamente en la historia a una vieja que también quiere matarlo, pero no por el dinero, sino por podrido. Porque no soporta un día más al viejo.

Va por la página treinta y siete, ya no es cuento, es novela. La emoción lo pasma tanto que la página treinta y ocho queda en blanco. Escribe pero borra. Relee y borra algo más. Los nervios hacen que grabe y cierre la pc. Desapacible, se sienta en la butaca que pertenecía al abuelo que leía en busca de inspiración. Ya ni habla con la mujer que le desfila adelante con una taza de café, y se enreda con un rimero de libros que ha crecido en el piso como un hongo.


(Mientras tanto el narrador con sus manos plancha la hoja de papel y la guarda en la carpeta que ha asignado en letras mayúsculas como “MÍA”)


La tarde se desenvuelve tranquila, el escritor abre el libro en la página en la que se quedó y subraya más frases, las que le parecen buenas. No con el afán de copiarlas, sino de aprender. La vida del escritor es esa. Escribir y aprender. La mujer con señas le dice que está lista la cena. Enciende la televisión y escucha la noticia de un hombre que apareció flotando en el río y la joven que lo encontró y trató de salvarlo resbaló, se dio con una piedra y murió junto a él. Los vecinos alegan que no fue casualidad, que el hombre era amante de la muerta, por eso flotaba fuera de su casa. –No me sirve esta historia— reflexiona mientras sorbe una crema de brócoli que está salada.


(El narrador ha observado que el escritor avanza por primera vez con una historia, así que piensa que ya es tiempo de abrir y ordenar la carpeta. En dos días tiene doce relatos editados y cuatro más que valen la pena y se prepara a visitar editoriales).


A los tres meses el protagonista abre el diario y encuentra en un cuarto de página la invitación al lanzamiento de un nuevo escritor en un café bar bastante bohemio y antihigiénico de su ciudad. Pero qué más da, hay que apoyar al gremio. Ni le pregunta a la mujer si quiere ir. Ya sabe la respuesta y prefiere evitarse el improperio. Se pone camisa, pantalón de vestir, cinturón de cuero y zapatos de suela para ir a ese hueco. –Ya regreso— dice, pero nadie contesta.

Llega al sitio y le dan una volante con la foto del escritor, le parece conocido. Es igual a uno de los amigos del Club de Lectura de sus sueños. Lee la reseña del libro y está bien, pero no para publicar. Se apagan las luces y un seguidor apunta a una mujer de abundante cabello negro y rizado, piel canela, apariencia exótica, escote en “a” (¡aaah, qué buen escote!) vestida de rojo. Presenta al tipo que lee la primera historia de su libro “MÍA”. –¡Y son mías, mis historias!— dice el escritor sin hallar explicación.

(El narrador no se inmuta con la presencia del verdadero escritor de su libro entre el público y sigue leyendo. Al final, él es quien descartó todos los textos. Él los ha salvado de caer en malas manos o peor aún: en mano alguna).

He aquí la diferencia entre el protagonista y el narrador. El primero busca la felicidad utópica del deber cumplido, de la letra que pasa a la historia, de su nombre en el libro de li-te-ra-tu-ra. El segundo sólo quiere ser escritor. No sabe de qué se trata porque no es responsable, pero le parece que tiene que escribir un libro para realizarse, aunque el árbol que plantó sea el mismo que haya servido para que se imprima un libro mediocre que ni siquiera es de su autoría.

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