noviembre 15, 2009

La mujer de la túnica negra (r)


Hacía meses que no podía dormir tranquilo.  Tengo ligeras sospechas de la acción que causó esta reacción.  No soy un ángel.  Nunca pretendí serlo y ella lo sabía.  En las madrugadas, era común despertarme con el menor ruido.  Temor.  Sentía temor, cuando el viento levantaba la cortina y detrás, puedo jurar que estaba ella.  Sin rostro, su cara desdibujada era plana, blanca, borrosa, sin facciones.  No sé por qué pensaba que era ella.  Vigilándome en silencio.

Mal dormido, recibí la llamada de Juan, un empleado de “La Manolita”, la hacienda de la familia. Me contó que un grupo de indios de la propiedad vecina habían ahuyentado a todos nuestros empleados, uno a uno. Ya no sabía qué hacer, y me pidió que fuera a negociar con los agresores para terminar la disputa.  No había regresado desde el último verano.  Aproveché la llamada para ir y expiar mis culpas.  Tomé mi vehículo y me dirigí de inmediato del Valle a Santo Domingo. Ya en la carretera, llovía torrencialmente y todo indicaba que un deslave era lo que tenía detenido el tráfico.  Abrí la ventana para fumarme un cigarrillo hasta que los autos comenzaran a moverse. Me había detenido en una curva, acorralado por una espesa neblina y la abundante lluvia.  Con dificultad podía ver las luces del carro de adelante.  Me llamó la atención una casa que lucía abandonada ubicada al borde del abismo, y que en este escenario, lucía terrorífica.  En silencio pensé, que ni los muertos podrían alojarse en estas condiciones.

El tráfico comenzó a agilizarse y el frío del exterior que calaba los huesos, me hizo reclinarme a la derecha para cerrar la ventana y continuar mi camino. Al alzar la mirada, mi cuerpo sufrió un remezón.  El espectro que suele espiarme detrás de la cortina, me estaba observando desde el filo del camino. Se deslizó entre la neblina en cuestión de milésimas de segundos, se arrimó a la ventana y con un tono agudo y deforme me dijo “omaet, oetam”.  Mi corazón se aceleró, pisé el pedal y avancé lo suficiente para ojear por el retrovisor, y encontrar que aquella imagen que tanto temía, ya no estaba allí. Era la primera vez que me hablaba, pero, ¿qué me había querido decir?, ¿omaet, oetamAquella frase que no había entendido sólo la habría de olvidar por poco tiempo.

Pasado el mediodía, llegué a “La Manolita” para solucionar el problema de tierras. Al arribar, busqué a Juan y lo encontré colocando paja seca en las caballerizas. “Juan, muéstrame dónde están los indios y ensilla mi caballo”. También le pedí que fuera a buscarme una lámpara de diesel de las del abuelo, pues en esta época del año la noche caía inclementemente, como una tabla, sin previo aviso.  Me quedé para hacerle compañía a Icaro, notablemente abatido por la falta de cuidados y del preparador. Mientras esperaba, se puso tan oscuro, que casi no podía ver al animal.  Me sobresalté al oir el rechinar de la puerta sin aceitar, y grité “¡Juan, estoy aquí!” dirigiendo mi vista hacia la entrada. No había nadie. Icaro relinchó y se puso de manos. No pude reaccionar, pues súbitamente sentí sobre mi hombro, el gélido respiro de la defectuosa voz que susurraba “omaet, oetam”. En un acto de cobardía corrí sin mirar atrás y en el trayecto me tropecé´con Juan. Le pregunté ¿quién era la mujer que estaba en el establo?, me respondió “No patrón, solo yo habito la hacienda”.  -¿Y Ana?- pregunté.  El viejo, o no me escucho o no me quiso responder.


La oscuridad vino acompañada de una tormenta que se hacía cada vez más fuerte y yo, que no había resuelto el tema de los indios, con recelo decidí pasar la noche en la hacienda.  Juan me llevó a la única habitación que tenía preparada. Yo, seguía pensando en la visión que me acosaba cada vez más seguido, y que desafiantemente se acercaba más.  El estruendo producido por los rayos, el tic tac tic tac...tic...tac... de un viejo reloj, pero sobre todo mi mente atormentada que repetía “omaet, oetam, omaet, oetam” sin parar, me espantaban y no me dejaban descansar.  A la medianoche, comencé a escuchar golpes secos producidos por pedradas tiradas contra las paredes de barro de la casa. Preferí pensar que eran los indios que venían a intimidarme.  Tomé la lámpara y abrí la cortina... abrí la cortina... “omaet, oetam, omaet, oetam”, sentí pavor y cubrí velozmente la ventana, como si sólo eso bastara para que el fantasma de la túnica negra se desvaneciera. 

Una piedra atravesó el vidrio de la ventana y ahora podía escuchar su voz, retumbando en mi cabeza más cerca y más fuerte, ¡más fuerte!, ¡mááás fuerte!  Huí por un estrecho pasillo que me llevaba a la habitación que había usado en las últimas vacaciones, la del abuelo, donde recordé que guardaba un crucifijo y un revolver.  No había nada en las desiertas paredes, la cama no tenía lencería y el velador estaba vacío, yermo, como el nuevo paisaje de la hacienda.  Dentro del cajón sólo encontré una foto.  Era la hija de Juan con quien había tenido una aventura, y que cuando me informó que estaba embarazada, le dije que no me haría responsable. -Ana, ¿estás loca?, soy demasiado joven- en realidad, sólo quería zafar ese compromiso, en casa me hubiesen matado por andar en estos líos con la hija del capataz.  Seguí buscando el revolver desesperadamente, mientras escuchaba el crujir del piso de madera y los pasos avecinándose a la habitación. “Juan, que alivio, ¡eres tú!, ¿dónde está Ana?”. Con mucha ira me lanzó un sobre con una carta que su hija me había dejado.  Ana había tomado la decisión de acabar con su vida debido a la desilusión, que yo le había causado.  Detrás de la foto, Ana había escrito “Mateo, te amo”. No bastaron mis lágrimas para expresarle mi arrepentimiento a Juan, él ya tenía en su mano el revolver con el que Ana se había disparado.

noviembre 10, 2009

Historia sin fin


Quiero comenzar confesando que esta historia no tiene fin. Los protagonistas, dos corazones apartados por un océano, el atlántico, pero cercanos, gracias a la magia. El primer corazón, le pertenece a un hombre sin nombre. Él, vive por sus sueños, ideales, su familia, las sonrisas, su barca, el atardecer que vio de pequeño junto a su abuelo y el amor. Le gusta cantar, entretener, el tiempo en el que vive, los frutos de sus esfuerzos, los niños, las canciones de cuna y el mar. Yo describiría a su dueño, con cuatro palabras: aventurero, romántico, príncipe y dragón. El otro corazón, es el de una mujer, sin nombre. Vive por sus sueños, ideales, su familia, las sonrisas, su arte, la noche en que abrazó a su príncipe en la barca y el amor. Le gusta escribir, los idiomas, la cocina, las demostraciones de afecto de sus mascotas, el calor de su edredón y el fuego. Su dueña, aunque no suene creíble, también es aventurera, romántica, princesa y dragón.

La historia por así llamarla, se desarrolla en un espacio paralelo, que no conoce límites ni entiende de distancias. Esta allí para unir, aunque en muchos más casos, separa. Los dos caminaban de frente, mirando ocasionalmente de reojo hacia atrás, sin olvidar la importancia de aquello que les esperaba si seguían su camino. Buscaban lo mismo. La magia, actuó. Sus corazones fracturados, encajaban. Y por primera vez, pudieron respirar. Una noche, ella estuvo para darle paz y escuchar. Una madrugada, él estuvo para devolverle la fé y para enseñarle a confiar. No piensan, están seguros de que es sólo un océano que los separa. Difícil sería, si fueran todos. En este mundo en el que viven, todo es posible y ellos parecen creer. Que así sea.