diciembre 10, 2009

El gato que contesta el télefono #1

Para José de Sousa
El gato que contesta el teléfono está leyendo "Todos los nombres" de Saramago, pero el libro está al revés.  Y yo, yo estoy irremediablemente feliz.  Si él es feliz leyendo el libro de esa manera, quién soy yo para decirle lo contrario.

diciembre 06, 2009

Buscando ángeles (r)

Me llaman vicioso. No los entiendo, no me gustan los vicios. Hoy casi ni cené. Lo que sí se da en mi son los viajes. Me gusta viajar. Nací para viajar. Es tan fácil para mí, como cerrar mis ojos. Es todo lo que hago. Aprieto mis ojos cerrados y cuento hasta tres. ¡Uno… dos… tres! Ya no estoy en mi habitación. Siempre pasa lo mismo. Camino por paisajes desconocidos y regreso cuando me aburro. Casi siempre me aburro. Una vez vi la luz al final del tunel. Ese viaje fue divertido. Hoy, es una noche triste, llueve a cántaros, y sólo había una maldita sopa para cenar. Sólo para variar, no voy a apretar mis ojos tan fuerte. Voy a ir a buscarlos... a ellos... a ellos que tienen alas como yo. La última vez casi los toqué.



Cuento hasta tres y caigo como un saco lleno de piedras en el lodo. Al levantar la vista no podía casi divisar el cielo. Los árboles lo tapaban todo. O eran muy altos, o en este viaje, yo era muy pequeño. Me pongo de pie, trato de limpiarme logrando sólo embarrarme más. El paisaje, fangoso, no era el habitual. Era oscuro, contaminado, turbio, sofocante y no me traía buena espina. Di tres pasos. Y tres pasos más… los contaba en caso de tener que regresar por el mismo camino… en este lugar no me quería perder. Que no parezca que tengo miedo… pero, es sólo que, no me quiero perder.




La temperatura se hace cada vez más insoportable. Bochorno. ¡Qué calor hace! Estoy sudando. A pocos pasos, veo luces. Son llamas producidas por mucho fuego, casi casi un incendio. Para llegar, debo bajar una ladera resbalosa y llena de ramas negras punzantes, a veces lucen rojas, por el reflejo de las piras. Lo hice con cuidado pero igual se incrustaban en mis piernas y brazos mientras descendía. Como lo dije antes, el paisaje no me daba buena espina, así que cuando vi siluetas cerca del fuego, analicé lo que hacían antes de acercarme a ellos. Son figuras que se repiten. Decenas de hombres gordos, calvos, de un color leche verdoso, enfermizo, que dejaba entrever sus venas, usando una especie de pañal de liencillo, sucio por los intentos de escapar del fuego. Repiten y repiten sus actos... Suben a los árboles, alto… alto… y de lo alto caen como si el árbol estuviera hecho de mantequilla o ¿de cera? Tiene que ser cera, pues los árboles se consumen por el calor y ellos, que sudan como cerdos, no pueden escapar a ese fuego… que parece eterno. Al principio fue un alivio ver que en la copa de los árboles había niños rubios de cabello ondulado, con los mismos pañales de los gordos. Pensé que eran ángeles, pero no lo son. Les ordenaban entre perversas risas que bajen, que los árboles les pertenecían, gritaban maldiciones, les deseaban que ¡ardan en el fuego! y les tiraban piedras. No son ángeles. Al menos no de aquellos que yo buscaba.



Del otro lado, un riachuelo humeante y fétido, no es suficiente para apagar el fuego, y si se atreven a cruzarlo, los esperan gigantes perros rabiosos con cabezas más grandes que sus cuerpos y dientes afilados, que no ladran… sólo muestran sus colmillos y encías, gruñen y esperan a sus víctimas. Vaya que están hambrientos... se están comiendo a uno. Que banquete se están dando con ese gordo. Este paisaje horrendo me hizo pensar en Dante. En el Tercer Círculo del Infierno de Dante, en el que siempre pensé que iba a ir a parar. Esta fue la señal para volver. Todavía nadie ha notado mi solapada presencia y me parecía que al igual que los gordos, no iba a poder escapar. Giro sigilosamente mi cuerpo, apretando mis ojos cerrados, y tropiezo con un árbol que bloquea mi paso. Sin abrir los ojos me muevo a la derecha y me quemo. ¡Que desgracia, sigo aquí! De lo alto, me cae una piedra puntiaguda que me rompe la ceja y parte de la frente. Los gemidos, lamentos, amenazas y maldiciones, están muy cerca… los escucho mientras el árbol me arrastra sin piedad, hacia los prisioneros del bosque. Las ramas afiladas como lanzas, se incrustan en mi cuerpo que sangra y se pone verdoso. ¿De color leche... verdoso?



En el trayecto he perdido mi ropa, sólo traigo el pañal que es casi imposible de divisar por mi enorme barriga… Los pequeños capataces de Behemot parecen reírse de mí, tienen chocolates en sus manos… y yo casi no cené. Me abalanzo sobre el árbol para alcanzarlos, pero mi cuerpo gordo patinaba hacia abajo. No es preciso decir, que de este viaje, todavía no he regresado… debí haber apretado más fuerte mis ojos. Sólo quería ver ángeles. Pero no éstos. No estos ángeles... Debí apretar más fuerte… más fuerte… más…